jueves, octubre 26, 2006

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Estoy harta del mundo de la irrealidad.
El viento me arrastra entera, casi me hace volar, desordena mis ideas pero ni modo que se lleve lo malo que hay en mí, ni modo que limpie la suciedad que se expande por mi identidad. Descubro nuevas manchas, pero no se pueden limpiar. Quiero un archivador, para compartimentar los fragmentos de mi personalidad; una biblioteca con buena voluntad que acoja mis ellas, y las pueda albafetizar; historiadores que expliquen cada batalla, y, por favor, un buen estratega que me ayude a no quedar diezmada... una vez más.
Harta de parecer fuerte, sin saber muy bien si es un papel que se espera que deba interpretar. Es la fortaleza levantarse tras cada caída, aunque se tropiece sin parar? Aunque no consiga lo que quiero, y, por un tiempo, me acurruque a llorar?
Harta de que me llamen valiente los que no se quieren marchar, los que no me conocen o, peor, los que me conocen y creen que así me van a ayudar (hace falta algo más...) Es valiente el que huye cuando algo va mal? Puedo recorrer mil planetas si me deja la gravedad, pero no encontraré una casa, en tanto mi cuerpo no sirva a mi alma de hogar.



sábado, octubre 21, 2006

Sorpresiva

Confieso que lloré.

Los últimos retazos de luz, ya bajo el sol, anunciaban, apurando el dia, la noche de mi despedida. La mañana siguiente volaba, sin retorno ni dudas, hacia una nueva etapa.

La última semana me había encontrado feliz, segura, alegre, en medio de preparativos y grandes despedidas: pequeños actos, momentos cotidianos de significado implícito.

Ese último encuentro de resaca había sido acordado casi por casualidad, (me río de la casualidad) y ahí estaba yo, volviendo de los maravillosos jardines de Viveros, un atardecer precioso, apenas otoñal. El familiar autobús cochambroso que tantas horas había cargado conmigo me llevaba, una vez más, de Valencia hacia el pueblo en el que me crié.

Primero fue una atrevida escozor, perlada, inesperada, resbalando. En escasos instantes, liberaba microbios a raudales, agradecida por no haberme puesto las lentillas y sorbiendo mocos por haber olvidado los imprescindibles pañuelos que no faltan nunca en mi bolso.
Todo lo no dicho ni hecho (o sí??), todo el tiempo de no sé muy bien qué clase de (aparente) ignorancia. Y sólo un abrazo, fuerte, cálido y apurado, además de ese tímido beso y una mirada profunda (impaciente la del conductor, deseoso de arrancar).
Joder, casi me caigo al tropezar, torpemente, subiendo al maldito autobús.
Con todo el peso de algunas cosas recuperadas y de otras anheladas o perdidas, de la misma forma en que se siente la arena escurrir entre los dedos, y se contempla sin hacer nada.