martes, julio 04, 2006

Tarareando nanas en la ciudad.

La vida me vacila con la muestra obscena de la cruda belleza que alberga, y, asomándose de su escondite, la felicidad.
El mundo amanece soleado y cálido, aún sin apabullar.
Yo renazco con dolor de garganta, y me desperezo sonriente, ronroneando como gata en espera de la primera caricia para funcionar. Empezar el día con bailes, de notas y besos, saboreando la libertad veraniega que me da la marcha de mis compañeras.
De nuevo llena de energía, hago fotos, mentales, del familiar camino que pronto dejará de llevarme a la facultad. Lo echaré de menos, tal vez. Puede que la ciudad me perdone el largo y premeditado estudio de mi exilio, del nuevo camino que no sé dónde irá. Y me premia o tienta con su mejor humor.
Observo en las noches de fauna urbana. Esa variopinta diversidad que me rodea, destacando por la precisión perfecta en que entrelazan sus pasos con mi mirada, en pinceladas bellas y coloridas. Casi demasiado, estelarmente estudiado, pienso en mi cursillo de Derecho, tirada sobre el pupitre, riendo sola, atenta y muy ensimismada, convencida de que ninguno de esos especímenes estudiantes pueblan las calles que mi fantasía anda, aunque estén allí, también, aunque vean el Show de Truman. Creo que la mayoría no entienden nada, o peor, les da igual.
Y le sonrío al teléfono que aún no me deja de sorprender: suena para recordarme que, a veces, el placer es simplemente escuchar.