Retorno y partida
Este ha sido un verano extraño, cosa que, por otra parte, podría decir de todos los últimos. Aún así, la extrañez particular de estos meses no venía, como es habitual, por la pérdida de rutinas y por la incorporación masiva de idas y venidas que caracterizan mis vacaciones. Esta ha sido, destacadamente, una época de decisiones fluidas sobre cambios profundos en el fondo y en la forma de mi vida. Por fin terminar los estudios, acabar con asuntos pendientes, romper lazos mentales con el territorio, desertar (mentalmente) de una ciudad. Nuevas perspectivas y proyectos, ganas e impulso de dar una nueva orientación a mi vida. Me dijeron una vez que destacaba positivamente en mí la ausencia de miedo a vivir. Es un cumplido enorme, por contenido y procedencia, además de formar parte de un momento especial que aprecio entre las hojas de mi álbum mental. Y, aún así, no quiero evitar decir que creo algo incerta esa apreciación. Tengo miedo, miedo a vivir en algunos momentos, pero intento no dejar que ese miedo sea un impedimento, que la posibilifad de sufrir o errar sea una autojustificación para no actuar. Tengo miedo, muchas veces, de mí misma. Y, también, tengo miedo al frío y a la soledad; la peor, sin duda, es la que experimento rodeada de gente, sobre todo de seres queridos. En breve me iré a Edimburgo, y no me sentiré así de sola. Me encuentro muy cerca de casi todas las personas a las que más amo.. La distancia que va a irrumpir entre nosotros no me aleja de la proximidad y alegría, paz interior y exterior que me han dado estos días de calor. Algunos de los cuales, simplemente, he redescubierto a los seres a los que alguna vez conocí. Y, a algunos, los quiero más, y mejor, de lo que pensaba.
Eso sí, lo asumo, me voy a congelar.